• Mar. Abr 16th, 2024

Me levanté temprano. En todo caso, decir “me levanté” es un eufemismo porque me acosté pero no pude pegar un ojo en toda la noche. Qué día este. No puedo creer que me he arreglado tanto para una despedida, y me duele tanto esto. No sé si es dolor, o rabia, o qué. Pero aquí estoy, me miro frente al espejo y me parece que tengo unos diez o quince años más de los que en realidad tengo; estos tres días me han envejecido y me han golpeado bastante, por eso mi aspecto demacrado no me sorprende al ver mi reflejo. Fue todo tan rápido, pienso mientras deslizo la hoja de afeitar sobre mi mejilla izquierda. No tuve tiempo ni para prepararme, aunque ¿quién está preparado para esto? Uno sabe que este momento indefectiblemente va a llegar, pero la incertidumbre va ligada con la felicidad, entonces uno no pierde el tiempo preparándose para estos eventos. Me pongo la camisa azul que tanto le gusta a mi papá e inspecciono que llevo todo. Ah, falta algo. La pongo en mi camisa y listo. Antes de cerrar la puerta miro el living detenidamente y reparo en el viejo tocadiscos sobre cuya cubierta me miran dos entradas. Dos entradas para el partido de esta tarde. No es menor, ni es un partido cualquiera. Semifinal vuelta contra Chivas de Guadalajara, en el Nacional.

Las compramos apenas salieron a la venta y nos juramos que íbamos a estar ahí alentando a la U. Salgo de la casa, voy en micro pensando en las palabras que voy a decir. Quiero decir tantas cosas que no logro armar un discurso coherente en mi cabeza. No sé cómo van a ser recibidas mis palabras, pero eso ya no es problema mío, las palabras dejan de ser tuyas en cuanto salen de tu boca. Llego a la cita y veo a toda la gente que esperaba ver. No me sorprendió la gran cantidad de gente que había, pero sí el número de personas que me saludó y que yo no conocía. “¿Estás bien?” Fue la pregunta más común y que más veces contesté de la misma forma: “sí, ya va a pasar”. La verdad es que me moría de ganas de decirles a todos: “no, estoy como la mierda y me encantaría que todos ustedes se desaparecieran de mi vista”, pero seamos honestos, yo jamás le contestaría así a alguien y tampoco era el momento de perder la compostura.

Terminada la ceremonia que siempre se da en estos casos, me dirijo cabeza gacha hacia el lugar exacto de nuestro último encuentro. Están esperando que diga lo que quieren escuchar, yo creo. Me paro y miro hacia el lado, siempre con la cabeza gacha. Ahí están tus restos mortales, los que vinimos a despedir hoy; levanto la vista, los miro a todos, miro la piocha con la insignia de la U que tengo en la camisa y comienzo: “Nadie nos prepara para la muerte, menos para la de una persona tan significativa en nuestras vidas”. Vienen a mi mente muchos recuerdos que me causan un nudo en la garganta. Las vacaciones, esa primera vez y todas las otras veces que fuimos juntos al estadio, la casa, los asados, cumpleaños, y varios otros. Carraspeo y toso para continuar. “Quiero agradecerles a todos que estén aquí, eso demuestra que se preocuparon y que quisieron a este hombre. Varios me preguntaron si estaba bien y la verdad es que no, estoy pésimo aunque les haya contestado que sí estaba bien. Todos sabemos que aquí está mi papá, pero no está realmente. Cada vez que nosotros nos acordemos de él, cada vez que nos reíamos de algo relacionado a él, pensemos en sus historias, sus arreglos y cosas, ahí va a estar él. Yo personalmente tengo una conexión a través de algo mucho más potente que los recuerdos. Está aquí, en mi pecho, tiene esta forma, es la U. La U entre nosotros era un punto común, un tema de conversación que nos unía. La pasión por la U no es algo trivial, y nunca lo fue así entre nosotros. Vivíamos la pasión de una forma muy parecida.

Fue él quien me enseñó estos colores, y a través de ellos he pretendido vivir mi vida. Él me dijo cuando niño, que para ser de la U había que estar operado de los nervios, y así fue como aprendí que debía vivir mi vida. Luchando, peleando contra muchos y mucho. Ser de la U no es fácil, me dijo él. Tienes que estar preparado para la adversidad, para que todo te cueste el doble, pero debes aprender a no rendirte jamás. Habrá veces en que no tendrás nada más que aquello en lo que crees. Aférrate a eso”. Me sequé las lágrimas y finalicé: “Si no me rindo es porque me aferro a lo que creo. Son las cosas en las que creemos las que nos definen, no podemos vivir sin ellas, porque perderíamos nuestra esencia”.

Bajé de ahí y me enfrenté a uno de los dolores más fuertes que he sentido en mi vida. Voy a extrañar tus abrazos de gol, esos que iban acompañados de una sonrisa limpia.

Llego a la casa y abro la puerta. Todo está tal como lo dejé al salir, pero se siente una ausencia. No va a ser lo mismo, está claro, pero más temprano que tarde voy a tener que acostumbrarme a ello. Me preparo unos tallarines blancos con aceite y me meto a la ducha. Ya lo había hecho en la mañana, pero tenía la necesidad de limpiarme de nuevo, purificarme y recargar energías. Al salir, veo las entradas. Me siento en la silla que está frente al tocadiscos y me quedo mirándolas fijamente. “Voy a ir” me digo, decidido, cuando el corazón me da uno de esos vuelcos agresivos. “No, no voy, ya está” y el corazón no hizo nada. Con calma, con movimientos metódicos y calculados, me pongo la camiseta de la U, esa LG del 2003 manga larga que mi papá me había regalado esa navidad. Tomo una entrada y salgo rumbo al Nacional.

¿Por qué una? Quizás usted señor lector, pensó en lo obvio. Esa entrada estaba reservada para mi papá y no podía legarla a nadie más. Tiene razón señor lector, pero no completamente. La razón es más compleja. Es cierto, mi papá no va a usar esa entrada. Tampoco es que la muerte me haya incinerado el cerebro y yo pensara en llevarlo como “amigo imaginario”. Mi papá sí va a estar, pero ayudando a nuestro arquero a poner las manos, ayudando a nuestros defensas a cerrarles los espacios al rival, iluminando las mentes de nuestros mediocampistas para meter el pase preciso, desviando hacia el arco los remates de nuestros delanteros y guiando a nuestro técnico para que no se equivoque en los cambios, y para eso no necesitaba una entrada.

Mi papá no va a estar ausente, ni ahora ni nunca. Estoy seguro de que cada vez que juegue la U, él va a estar haciendo fuerza desde el cielo, y cada vez que hagamos un gol, él va a bajar sus brazos mientras yo alzo los míos, para trenzarnos en una celebración de gol eterna e inmortal, porque la U es y será el puente que nos mantiene unidos. Vamos la U, gracias papá.

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