Cuando tienes 7 años, muchas cosas importan, pero hay pequeños detalles que te marcan la vida. Mi tío era fanático de Colo-Colo, de esos que podían estar discutiendo horas y horas, sin importar el paso del tiempo, con tal de que todos comprendamos que según él, es el equipo más grande. Me invitaba al estadio todas las veces que podía, la misma cantidad de veces le dije que no.
Yo era fanático de la U.
A esa edad ya había decidido ser de un sólo equipo, de un sólo amor -al menos en el fútbol-, y saltar en un sólo tablón. Cada fin de semana estaba atento a la radio para escuchar el partido de la U, no había otro modo, ni tele, ni plata para algo más. Ni camiseta.
Lo único que tenía era ese amor por la U.
Cuando caminaba con mi mamá por el persa me quedaba mirando la camiseta azul, me imaginaba con ella jugando y marcando goles a lo «Matador Salas», patear penales como el «Pato Mardones» o habilitar a mis compañeros de equipo con la clase que sólo tenía el «Leo Rodríguez». Pero no, no tuve camiseta ni pelota.
Yo era feliz escuchando los goles en la radio, jugando en la cancha del barrio con mis amigos, en el colegio.
Hasta que un día conocí la felicidad absoluta. Mi mamá llegó con un papel de regalo. Era extraño, no habían muchos regalos en mi casa, incluso en los cumpleaños.
Me pasó el sobre y me puse a llorar. Tenía en mis manos una entrada para ir al estadio.
¡Por fin iba a ver jugar a la U!
Gracias mamá, por hacerme el mejor regalo de la vida: mi amor por la U.