Kike Belmar nos cuenta de su amor por la U y la relación que lo vincula a su padre.
Ni me acuerdo cuando me hice de la U. Yo creo que desde que nací. Es que siempre fui de la U. Recuerdo que cuando niño me preguntaron un día en el colegio de qué equipo era hincha, dije que de ninguno, yo soy de la U, no soy hincha, soy de la U. Ni sabía mucho que estaba contestando, pero me salió del alma responder de esa manera. Hasta el día de hoy sigo respondiendo igual: no soy hincha, soy de la U.
El gusto me lo pegó mi Viejo, por supuesto. Desde que tenía tres años me llevaba al estadio todas las semanas o, al menos, eso dice él. En ese tiempo no había barras, nos sentábamos todos juntos, pero en mi familia eran todos de la U, mis tíos, mis primos, todos. Dicen que lloraba cuando la U perdía, pero no perdía tan seguido como muchos creen.
Los más viejos se habían hecho fanáticos un poco antes del Ballet, cuando ya presentían que la gloria estaba cerca. Gozaron con Leonel, Campos y Rubén. Contaban sus proezas con lujo de detalles, claro que muchos de esos detalles eran exagerados, bah, qué digo exagerados, inventados habría que decir. Sin proponérselo, con aquellos cuentos fueron forjando el gusto por el equipo. Escuchar a mi Viejo y mis tíos hablar de la U era como escuchar a un cura hablar de religión. De niño yo escuchaba atento y terminé creyendo que también había visto a Ernesto Álvarez y Pedro Araya.
Recuerdo una noche en que fuimos todos al estadio, era la final de la Copa Polla Gol de 1979. La U no ganaba un título hacía varios años, porque todos se habían empeñado en convertirla en algo que no era, como hoy. Había que perder también, porque para ganar hay que aprender a perder. Pero aquella noche, la U se acordó de lo que era y le ganó al Colo Colo de Mané Ponce y Carlos Caszely.
La U no tenía mucho, tenía a Quintano, al Lulo y no mucho más. Pero hacía rato que era así. Tenía poco que perder. La dictadura retrucaba contra la casa de estudios y el equipo recibía las esquirlas que saltaban.
Empezamos perdiendo temprano, pero lo empatamos rápido. Un gol de la Fiera Ramos nos puso de nuevo en carrera. Jugábamos mejor, así que no extrañó que derribaran al Chico Hoffens en el área rival y el árbitro cobrara penal, pero Juan Soto falló y, otra vez, tuvimos que partir de cero.
El segundo tiempo se aventuraba complicado, porque yo sentía que no habíamos aprovechado nuestro momento, pero a poco andar Hoffens nos puso en ventaja. A mi el Chico nunca me gustó, encontraba que era el fiel reflejo de nuestra mediocridad de aquellos años; pero ese día, como otros tantos más, se vistió de héroe el Chico y convirtió el gol que a la postre sería del triunfo.
De ahí en más el partido fue un suplicio. El equipo blanco se fue con todo, pero la U resistió, de la mano de Hugo Carballo.
Fue el único título que celebré en mi infancia, el resto sólo fueron deseos frustrados. Recuerdo el penal de Quintano en Lota, el gol de Salah en la liguilla, algún gol de Sandrino que grité con el alma, pero aquella fue la única noche plena.
Yo no entendía mucho, era un niño, tenía seis años y capaz que mis recuerdos, como los de mi Viejo del Ballet, estén agrandados, bah, inventados.
Terminó el partido. Mi viejo sonrió y lanzó un suspiro, hizo un rollito con un papel que encontró en el suelo, sacó su encendedor de plata y lo prendió. Lo alzó al cielo en su mano izquierda y con la otra me levantó en brazos. Miró a la cancha y esperó un segundo. Yo lo mire atento, le di un beso y miré a la cancha como él, junté fuerzas y juntos cantamos: ser… un romántico viajero.
Por Kike Belmar de 100% Azules