Wilfredo va apretado en la 210 que lo lleva a la multitienda donde se desempeña imponiendo el orden en los salvajes terrenos de los probadores de niños. Mira por la ventana las luces de la calle y piensa en Mariangela, esa compatriota de rulos perfectos y ojos de cielo, que lo tiene vuelto loco desde que llegó al departamento, con mirada segura pero acogedora y una gran maleta azul. Mientras a velocidad crucero el bólido surca Vicuña Mackenna, Wilfredo evalúa una vez más las cuatrocientas noventa y dos técnicas que se le han ocurrido para invitar a salir a la crespa. Y es que su creatividad parece ser directamente proporcional a su timidez, y ni los consejos de su parcero Luchito han surtido efecto para romper esa dolorosa barrera que ahora, camino a la pega lo tiene escuchando una y otra vez la misma canción. Abre en Whatsapp su foto de perfil y se ríe nervioso. La señora del lado lo mira y parece notar que en el Spotify que Luchito le prestó cuando no tenía ni Cuenta Rut, ha sonado la misma pista desde que el moreno se puso a su lado. Bajan juntos y él, tal como le enseñó mamá, le ofrece su brazo para apoyarse y no caer al tiempo que le dedica un cálido “buenos días”. Marca tarjeta, saluda a todos uno por uno, llena su termo con café y avanza lleno de felicidad a su puesto; percatándose de que Luchito no ha llegado, y que como prometió bajo la condición de que la U clasificara a semifinales de la Copa Libertadores, debe haber despertado tarde y encañado. Cuando está terminando de ordenar los números lo sorprende un quejido masculino a sus espaldas, y al voltear reconoce inmediatamente a su compadre que, a pesar de verse aceptablemente bien, desprende cierto gesto que Wilfredo bien conoce, por lo que finalmente le extiende la tapa del termo que se usa como taza y le dice al oído: “cuando usted quiera hablamos del partido de ayer”.
Continuará.