Es increíble como dos vidas pueden llegar a entrecruzarse en un punto anodino del tiempo y el espacio, generando la posibilidad de ponerse en situaciones complicadas o difíciles. Caía ya la noche cuando Roberto saludaba a sus compañeros del turno saliente sin la alegría que lo caracterizaba. La razón era evidente a pesar de que no todos sus colegas la sabían; su equipo había perdido por goleada la semifinal de la copa Libertadores de América, con el arquero propio como triste protagonista. El, hasta ese momento, mejor arquero de la copa y seguro candidato a próximo ídolo tuvo una de esas noches nefastas. A los quince minutos se le coló por entre las piernas un remate que venía dando botecitos y decretó la apertura de la cuenta para los visitantes. Una mala salida suya permitió que los delanteros rivales pudieran urdir una serie de toques en la entrada del área que acabó con el killer de ellos reventándole el arco casi a quemarropa. Para colmo de males, el local tampoco reaccionaba. Perdieron la calma y en el segundo tiempo recibieron otro gol, con clara complicidad del portero. Tres a cero y a cobrar, una vez más se quedaban sin final de copa. Roberto, que ya llevaba una hora y media de turno en la conserjería de la torre A, vio el partido desde su celular, poniendo poca atención a los residentes y visitantes que transitaban por el edificio de la calle Portugal. Su desazón una vez terminado el cotejo era indudable. La oportunidad de ver a su amado equipo jugar la final de la copa se había esfumado nuevamente, pero esta vez de manera traumática. Recordó, como siempre se hace en estos casos, los cuartos de final de esa Conmebol del año noventa y cuatro cuando en el estadio presenció la ajustada caída de su cuadro con un autogol en el último minuto. Concluyó, en otro vago intento de encontrar el consuelo definitivo, que tenían mala suerte. Que hay algunas cosas que en la vida no llegan nunca, que la historia al parecer ya está escrita y que no hay razón para seguir mortificándose por un evento deportivo que esta vez no se condijo con sus más profundos deseos. Sabía que esas frases se las estaba diciendo como para calmar un poco la pesadumbre que caía sobre su futbolero corazón, pero en lo más íntimo de su ser tenía perfectamente claro que era una autocomplacencia inútil. Seguiría pensando por años en dónde estaba esa noche de copa, en las esperanzas que albergaba al inicio del cotejo; pero sobre todas las cosas, recordaría por siempre la amargura que le provocó ver la lenta y displicente faena del golero propio. En un momento, cuando faltaban cuatro o cinco minutos para el final del partido, pensó que sería bueno encontrárselo al desgraciado, en el mall, en el supermercado o en alguna instancia así, informal, y hacerle saber con fuerza lo que significó verlo comerse esos tres goles, a él que venía haciendo una campaña formidable y que incluso en el partido de ida había mantenido su arco en cero. No iba a llegar a las manos, Roberto sabía que por muy ofuscado que estuviera, la violencia física no era una opción. De hecho, había preparado un discurso en el que le daba las gracias por todo lo que había dado, pero que esa noche le había regalado la peor jornada laboral de toda su existencia. Que no podía ser que un jugador de esa categoría cometiera tres barbaridades que hasta un niño chico hubiera podido resolver. Que le habían soplado por ahí que era hincha de la contra, y que por eso se había dejado pasar las tres pepas. Que se fuera a la mierda, que ojalá terminara jugando en la cuarta división de Azerbaiyán y que lo despidieran por comerse tres goles en una final, para que así supiera lo que se siente caer tan bajo. Lo que desconocía Roberto, era que este arquero tenía una tía que vivía en el edificio donde él se desempeñaba. Tía que además era la favorita, por lo que no se perdía ningún cumpleaños. Roberto llevaba casi nueve meses en esa conserjería, por lo que no tenía forma de saber de la sagrada visita anual de este futbolista, el cual cayó por el lugar a eso de las diez y media. Entró por Lira, donde estaba el estacionamiento, y aunque venía con la intención de no ser descubierto fácilmente –ya había calculado aproximadamente el número de corazones rotos que sus acciones de la noche anterior habían desparramado- el conserje venezolano de la torre B ni siquiera lo reconoció. Es más, su gesto para indicarle que tenía que registrar su visita en la conserjería oriente fue hasta descortés. El arquero, acostumbrado a recibir ínfulas de cariño, se extrañó, pero siguió caminando por el pasillo de cerámicas beige horriblemente adornado con frescos de arte abstracto. Al llegar al mesón, tuvo que esperar pacientemente al conserje de turno, señor Roberto Molina. Se entretuvo esos tres minutos mirando cuántas cartas había en total en los casilleros de madera que tenía asignado cada departamento. Roberto se sentó en su silla, y cuando su interlocutor se quitó el gorro, lo reconoció de inmediato. Su corazón comenzó a latir a un ritmo desenfrenado, y mientras anotaba el rut del visitante en el cuaderno, con un escalofrío en modo ascensor en su espalda pensó en cada una de las palabras que le diría después de que el arquero pronunciara su nombre.
Nacho Márquez | Radio AzulChile.cl